"Nos han manipulado, no nos han dejado
pensar. Todos se han lavado la cara con nuestras lágrimas». El autor de esta
carta es un vecino de Angrois"
En la pequeña aldea de Angrois hay muchos ancianos. Cuando alguno
tropieza y cae al suelo corremos a levantarlo. Es una reacción espontánea,
humana. Eso hicimos la noche del 24 de julio. No pensamos, actuamos. Agotados,
sin cenar, sin dormir, desde las ocho de la mañana hasta que desfallecimos
respondimos al estribillo de cientos de micrófonos: «Dónde estabas, qué
hiciste, qué pensaste, qué viste?». Mientras, por la plaza, el puente y las
vías transitan uniformes, chalecos amarillos y corbatas; las gigantescas grúas
levantan convoyes, las maletas, bolsos y el dinosaurio verde fosforito son
transportados a furgonetas custodiadas. Ya no hacemos falta, no nos dejan ni
mirar, para regresar a casa hay que dar el paseíllo por senderos oscuros. En
casa los teléfonos fijos y móviles no paran de sonar, todos quieren una
entrevista, desde Estados Unidos a Japón. Intentamos ser amables, educados.
Para no herirnos apagamos el televisor, la radio, el ordenador, apartamos los
periódicos.
Llega Rajoy y Ana Pastor, ni siquiera nos saludan. Luego Rubalcaba y
otros, lo mismo. El alcalde nos convoca, por fin nos felicita. «No somos
héroes, no queremos nada más de lo que ya estábamos demandando». Llegan los
primos psicólogos. Un periódico nos concede el premio Gallegos del Año. Siguen
los micrófonos acechando, los teléfonos sonando sin parar. «Ven a Madrid, a
Barcelona, al programa de fulanito, te pagamos el viaje. El Facebook y la
página web de Angrois se bloquean, como nosotros. Hay que ir al Ayuntamiento
corriendo: vienen sus altezas los príncipes de Asturias, hay que estar a las
6.30 para recibirlos sonrientes, como así hicimos. Tras ellos, Feijoo,
ministros, altos mandatarios. «Para lo que haga falta llámame, mi secretaria te
da mi teléfono». Más micrófonos.
La policía judicial se lleva a los vecinos que socorrieron al maquinista
para que declaren. El Ayuntamiento se reúne en pleno, nos concede la medalla de
oro de Santiago. Un malagueño recoge firmas para nominarlos al príncipe de
Asturias. Viene el alcalde, nos comunica el premio. «Gracias, pero no queremos
nada». La concejala aprovecha para que le contemos y enseñemos lo que desde
hace un año entró por el registro del ayuntamiento. «Hay que hacer algo que
conmemore esto». «Por favor, no nos levanten un cementerio». Más micrófonos,
más llamadas insistentes, primero elogian, luego piden que concedas una
entrevista para un programa basura. Vienen los técnicos del Ayuntamiento,
recorremos con ellos toda la aldea, recordándoles lo que ya pedimos y no
leyeron. Levantan informes que se serán estudiados. Otro telefonazo, viene el
ministro del Interior «¿y qué pintamos nosotros con él?». Viene, ni nos mira.
Pero le paramos y le pedimos que rinda homenaje al jefe de caballería de
Santiago, que se lanzó a las vías como desde un trampolín y nadó
contracorriente toda la noche del 24. Toman nota, dicen. Funeral por las
víctimas en la catedral, con tres horas de antelación la Xunta nos ofrece
autobuses. Corremos para avisar a todos. Nos colocan los últimos. Don Julián
Barrio pregona el descanso y la paz eterna. Eso es lo queremos nosotros
también. Un familiar le niega la mano a los príncipes, «Vdes. no me
representan». Esa sí que es una heroína. En el Obradoiro les aplauden
generosamente. En la aldea nos esperan más micrófonos, cordones policiales,
trasiego de maquinaria infernal. «Por aquí no se puede pasar», «Pero si vivo
ahí? tengo que ir mañana a trabajar». Más rodeos, más llamadas durante la noche
de insomnio. Saltándose los controles, comienzan a aparecer flores en el
puente. En YouTube a un vecino le llaman hijoputa, cabrón, sinvergüenza, por
haber grabado un vídeo y haber gritado fuera de sí ante el espanto. Se lo ha
regalado a los medios de comunicación de todo el mundo. «No hagas caso -le
consuelan sus vecinos-, nosotros sabemos lo que hiciste esa noche». Vamos
cayendo, más psicólogos. Don José, nuestro cura, nos visita, nos alienta,
programa una concentración en el Obradoiro saliendo desde Angrois. Llaman del
hospital, van a devolvernos las mantas con que arropamos a los muertos. «Por
Dios -grita un vecino-, ¿quién se va a arropar con ellas?». Acordamos que las
donen a un centro de asistencia social cercano.
Más micrófonos, ya invadiendo huertas, casas, ventanas. El Sindicado
Unificado de la Policía Nacional quiere rendirnos homenaje. «Gracias, pero sin
vosotros no hubiéramos hecho nada». «Hay compañeros que se tocaron los
cojones», responden. Aceptamos, no podemos ser desagradecidos. Nos llegan miles
de mensajes y cartas de todo el mundo llamándonos ángeles. Los periodistas
rascan en el pasado, el movimiento vecinal en contra del AVE, las promesas del
ministro José Blanco, la aldea desgajada durante tres años, las casas
derribadas, los terrenos expropiados, las duras negociaciones para levantar las
actas, el pago a 3 euros el metro cuadrado por la finca que dio de comer a los
abuelos, el no haber visto un duro desde entonces, el aplomo de Isabel Pardo de
Vega, jefe de Obras, asegurándonos que en dos meses levantaba el nuevo puente
de la Vía de la Plata. Tardó dos años. «Queremos un falso túnel», le
demandamos. «No da la altura», responde. Lo hizo un poco más allá, en
Castiñeiriño, más bajo, pero residencia de la hija del concejal Bernardino
Rama. Bonitos jardines. Para nosotros, unos bancos y unos rododendros que se
agostan por la maleza, a pesar de nuestros mimos. «Tenéis que asistir al
homenaje de Bonaval», nos dicen desde el Parlamento. «Pero si tenemos la
concentración en el Obradoiro». Nos dividimos. El presidente de la asociación
de vecinos y el secretario aguardan consolando a la jefa de protocolo de la
Xunta, rota en sollozos. Suben al estrado conmocionados por la Negra sombra de
Rosalía. «En Angrois nos cogeremos del brazo y despacio, poco a poco, andaremos
juntos hacia adelante», dice el primero. El otro recita a Valente y se
derrumba. Le rodean decenas de trajes negros.
«Lo que quieras, lo que nos pidas, llámame». «Solo quiero descansar, que
me dejen llorar». Un músico de la Real Filarmonía de Galicia le aconseja que
les mande a la mierda, que los vecinos de Angrois también están heridos y
necesitan ser respetados. El chico asiente.
En el Obradoiro nuestro cura se aparta, deja el protagonismo a un
compañero suyo. Otra vez los malditos micrófonos y cámaras. «Pero qué coño
quieren que les digamos ya? ¿una mentira?». En Angrois los operarios son
incapaces de sacar las locomotoras. El insolente tren que ya circula por una
vía libre tiene la desfachatez de cruzar haciendo sonar el estremecedor
silbato. Otra noche de insomnio, la séptima. Culpan al maquinista y un vecino
acierta «Nos vendieron una Harley y resultó ser una Vespino». Los altos jefazos
del ADIF por fin dan la cara ante el pueblo. «Disculpad por no haber hablado
antes con vosotros, pensábamos que érais un Ayuntamiento propio». Sonreímos
ante su propia contradicción. Levantan acta de daños en viviendas, bienes
públicos, pero no de daños personales. El operativo de emergencias del 112 para
atender a los vecinos se cierra. «Acudid a urgencias». Citas para el otoño a
los que cada día van cayendo. Se levantan las murallas. Decenas de familiares y
curiosos invaden todo.
Cruces, recordatorios, flores, esquelas, incluso un artista graba en el
hormigón con caligrafía esmerada un agradecimiento. Continúan los sabuesos
reporteros grabando, pretendiendo ahora reflejar la vida cotidiana en Angrois.
Se les cierran todas las bocas y puertas porque esa vida ya no existe. La
policía nos rinde un sencillo pero sincero homenaje, de cinco minutos. Les
aplaudimos a rabiar. Los de traje y corbata se despiden. «Ahora me voy de
vacaciones, pero ya sabéis dónde estoy». Por fin nos quedamos solos. Llovizna.
Nos miramos unos a otros con ojos enrojecidos y ojeras descomunales.
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